Como si fuéramos Juan, Pedro o Santiago al final de aquel Jueves Santo en que Jesús estaba a punto de ser apresado en el Monte de los Olivos, los feligreses de Santa Mónica acompañamos en oración a Nuestro Señor en la celebración de la Hora Santa que dio inicio en cuanto el reloj traspasó las 9 de la noche.
El Salón San Agustín, del Templo de la Rectoría, estaba casi lleno y ya muy cerca de las penumbras. El paso casi a hurtadillas de Fray Ricardo, con el hábito negro propio de los agustinos recoletos, y Fray Francisco, ataviado con el alba, hizo más notorio que la oración había iniciado, que los presentes estábamos entrando espiritualmente a Getsemaní.
Con sumo respeto de todos y del equipo encargado de la celebración, se evocó los últimos acontecimientos de la vida de Jesús, particularmente la cena de Pascua con sus discípulos, todo el preámbulo que precede a aquel encuentro de Jesús con la oración en el Monte de los Olivos. Esa primera agonía que se recuerda en la Hora Santa, sobre la que reflexionamos y oramos en comunión la noche del jueves pasado.
Casi a oscuras, sólo con la luz de los cirios, con un poco de música de Taizé y algunas canciones católicas, fluyó la reflexión.
“Aunque no tenemos mérito, nos concedas acompañarte desde el corazón y adentrarnos a lo más profundo de ti”, fue uno de los ruegos iniciales.
Y así entramos poco a poco en el recuerdo de aquella noche en que Nuestro Señor se enfrentó a la decisión de seguir adelante o no con la misión que el Padre le había encargado, su primera agonía en la que incluso ya no tuvo el apoyo de sus discípulos más cercanos.
Las ganas de servir, la imposibilidad de hacerlo, el reconocer nuestras propias faltas, nos llevó a muchos al sollozo.
“Velar y orar deberían estar presentes constantemente en nuestros corazones como la única forma real de vencer las tentaciones”, reflexionaba en voz alta un orador.
Getsemaní del Jueves Santo en Santa Mónica nos abrió los ojos de distinta forma, cada quien según su entender, su fe y su mirar, pero sin duda en una hermosa comunión que nos invita a perseverar.
“Quiero, con tu ayuda, Madre mía, ser un nuevo redentor de almas. Quiero que Jesús ya no se sienta solo. Quiero, asociado con el Ángel que lo reconfortó, ser yo quien también lo apoye en el momento de tanto sufrimiento. “Dame la gracia Virgen Santa que, en esta cuaresma, mi alma logre la blancura necesaria para ser considerada con un lugar junto al Padre”.