Para recordar a Santa Magdalena de Nagasaki
El día 20 de octubre celebramos la fiesta de Santa Magdalena de Nagasaki, Santa Patrona de la Fraternidad Seglar Agustino Recoleta (FSAR) y no queremos dejar pasar la oportunidad de compartir con nuestra comunidad de Santa Mónica la nota tal cual la presentó fray Pablo Panedas, OAR.
Será el mismo tormento [la hoya] que sufra Magdalena, el florón y símbolo de la evangelización agustina en aquellas islas. Santa Magdalena de Nagasaki beatificada por Juan Pablo II en 1981, y canonizada seis años más tarde personifica y da rostro a los varios cientos de japoneses desconocidos, legos, terciarios y cofrades, que mueren con el hábito agustiniano. Si esta abundosa cosecha de santos abona el apostolado y la vida de nuestros mártires, Magdalena representa el fruto granado de la siembra que la orden llevó a cabo.
Es, además, el símbolo de la cristiandad japonesa perseguida. Porque nace, vive y muere en la catacumba, entre mártires. Porque es japonesa, joven y hermosa. Porque se presenta voluntariamente al tirano y sufre todo género de martirios. Su figura estaba destinada a ser cantada con los mismos acentos que Cecilia, Inés, Lucía, Agueda y tantas otras vírgenes antiguas.
Magdalena nació cerca de Nagasaki por los años 1610 ó 1612. Su familia era cristiana, y como tal fue ella educada. Desde 1614, la Iglesia japonesa vive un clima de persecución abierta. El martirio es el horizonte y el ideal de los cristianos; lo mismo que en los primeros siglos, se escriben y difunden clandestinamente exhortaciones al martirio que Magdalena leería. Se calcula que en el decenio que va desde 1614 a 1624 son sacrificados más de 30.000 fieles. Y mártires morirán los padres y hermanos de la propia santa.
Habiendo mamado este ambiente y estos ideales, es lógico que Magdalena decida muy pronto permanecer virgen y consagrarse a sólo Dios. Como siempre ha ocurrido, la virginidad abre el camino y sustituye al martirio.
La suerte quiso que los afanes e ilusiones de nuestra joven encontraran su cauce bajo la dirección de Francisco de Jesús. Fue de las primeras personas que, en 1624 ó 1625, formaron a las órdenes del misionero, alistándose en su escuela religiosa y apostólica. Profesó como terciaria agustina recoleta y le fue encomendada la función de catequista; en adelante, se consagrará a sembrar y cultivar con su palabra y su vida la fe de la Iglesia.
En 1628, ante los embates de la persecución, Magdalena deberá huir a los montes, como miles de cristianos. Allí seguirá ejercitando su apostolado bajo la coordinación y animación de los agustinos recoletos. Cuando a finales de 1632 faltaron éstos, ella y otros como ella se crecieron y multiplicaron predicando, bautizando, fortaleciendo a los demás en la fe. Entrará en contacto después con el padre dominico Jordán de San Esteban, refugiado él también en los montes. A instancias suyas, sin dejar de ser terciaria recoleta, tomará el hábito de la tercera orden dominicana, aunque no llegará a profesar.
A primeros de setiembre de 1634, Magdalena se siente movida a hacer su último y supremo servicio a la fe de la Iglesia. Espontáneamente se presenta al tirano y confiesa su fe cristiana. A los jueces les pareció fácil doblegar a una joven de 20 ó 22 años tentándola con promesas halagüeñas, que ella desdeñó. Su fracaso les enfureció de modo que ordenaron fuera sometida uno tras otro a los peores suplicios hasta apostatar.
Comenzaron por el tormento del agua. Le hacían ingerir grandes cantidades de agua, y luego se la hacían arrojar violentamente. Antes se cansaron los verdugos que se quejara la víctima. Le metieron después entre las uñas y la carne de los dedos unas largas agujas o láminas de bambú, y la obligaron a escarbar en la tierra. Según el cronista, «ni aun muestras de dolor daba».
Visto lo inútil de sus esfuerzos, los jueces decidieron jugar su última carta: la someterían al tormento «de la horca y hoya», cuyo sólo nombre hacía temblar a los cristianos; en él habían conseguido alguna de las apostasías más sonadas. A comienzos de octubre de 1634 la sacaron de la cárcel junto con otros diez cristianos. Les hicieron desfilar por las calles de Nagasaki, a lomos de cabalgadura, con las manos atadas por detrás al cuello, hasta el lugar del martirio. Magdalena, vestida con su hábito de terciaria recoleta, hizo el trayecto llena de júbilo, animando a sus compañeros y exhortando tanto a los cristianos como a los paganos.
Consistía el tormento en colgar de una horca al mártir por los pies, de modo que medio cuerpo le quedara metido en un hoyo; hoyo que tapaban con unas tablas ajustadas a la cintura a manera de cepo. En esta posición, mantenían a la víctima durante días, hasta que moría por congestión. Magdalena soportó este suplicio trece días y medio. Murió ahogada al llenársele el hoyo de agua una noche de lluvia. Su cuerpo, como de costumbre, lo quemaron, y echaron las cenizas al mar.
A la muerte de santa Magdalena, sólo quedaban con vida en Japón dos sacerdotes agustinos: Tomás de San Agustín y Miguel de San José. Los dos eran japoneses y discípulos espirituales del beato Bartolomé Gutiérrez, maestro de novicios de ambos.
Miguel buscó refugio pronto en su región natal, donde se supone que encontraría más tranquilidad. Tomás, en cambio, se convirtió en Nagasaki en una auténtica leyenda, por su habilidad para burlar a los perseguidores. Durante varios años ejerció ocultamente el ministerio en un amplio radio de acción cuyo centro eran las caballerizas del gobernador, donde él servía. Finalmente fue capturado el 1 de noviembre de 1636. Tras feroces torturas, morirá también en la hoya el 6 de noviembre de 1637.
Miguel de San José, último agustino en Japón, debió de sobrevivirle poco tiempo. También él murió mártir, seguramente en la hoya, no se sabe cuándo.
Santa Magdalena de Nagasaki, fr. Pablo Panedas OAR