Como ya se ha hecho costumbre en nuestra Comunidad de Santa Mónica, en la celebración de la Vigilia de Pentecostés se hace una reflexión acerca de la venida del Espíritu Santo y este año no fue la excepción.
Como era de esperar, tuvimos un programa muy bien organizado por los Ministerios de Intercesión, Adoración Eucarística y los Coros de Santa Mónica, con el apoyo de los Mesac (Ministros Extraordinarios de la Sagrada Comunión) y Logística, dicho programa incluyó cánticos, reflexión de Pentecostés, Santa Misa y Adoración del Santísimo Sacramento, con reflexiones sobre Jesús Sacramentado y la Virgen María.
Los cánticos de alabanza comenzaron y poco a poco la feligresía fue sumando sus voces, contagiada por la alegría de la música que estaba escuchando, por otra parte, la exposición de la conferencista fue muy ilustrativa y nos hizo meditar en el significado de Pentecostés.
Pentecostés no es, ni debe ser solo un recuerdo litúrgico o una celebración del pasado; Pentecostés tiene que ser presente. No basta con conmemorar lo que ocurrió hace más de dos mil años, cuando lenguas de fuego descendieron sobre los apóstoles. Tenemos que ir a su raíz, comprender su significado profundo y permitir que sus frutos transformen nuestra vida hoy.
En Pentecostés se cumple la gran promesa de Dios. ¿Qué es lo que prometió? Que no nos dejaría solos. Prometió enviar su Espíritu, la fuerza del Altísimo, para guiarnos, fortalecernos y darnos vida nueva. Jesús mismo, antes de ascender al cielo, les dijo a sus discípulos: “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos…” (Hechos 1:8). Esa promesa no era solo para ellos, sino también para nosotros, aquí y ahora.
El Espíritu Santo ES el Don por excelencia. No es algo que se recibe para admirarlo desde lejos; es Dios mismo viniendo a habitar en nosotros. En Pentecostés, Dios no nos dio solo una ayuda espiritual o una fuerza simbólica: Él ES, Él vino a nosotros. Su presencia es real y viva. Él no se impone, pero transforma. Él no obliga, pero capacita. Su fuerza nos eleva, nos sostiene y nos empuja a vivir según la voluntad de Dios.
En el Antiguo Testamento, Dios le dijo a su pueblo: “Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios” (Levítico 26:12). Pero esa íntima relación no puede vivirse sin la acción del Espíritu Santo. Saber qué tengo que hacer me da luz, pero sin Él, no tengo la fuerza para caminar en esa dirección. La Palabra de Dios me orienta, me muestra el camino, pero sin el Espíritu, mis pasos son inseguros.
La Palabra de Dios, cuando se recibe y se pone en práctica, es luz que guía. Pero solos, simplemente no podemos. Por eso necesitamos que Pentecostés sea actual. Necesitamos acoger al Espíritu Santo cada día, abrirle el corazón, permitirle actuar. Él es el que transforma corazones, renueva comunidades, enciende la misión y fortalece la fe.
En Pentecostés, el Espíritu Santo vino y su venida sigue siendo urgente y necesaria hoy. Que no se quede en una fecha del calendario, sino que se vuelva vida en nosotros. Que la raíz de Pentecostés nos sostenga y sus frutos se manifiesten en nuestras obras, en nuestras palabras y en nuestro testimonio diario. Porque solo con el Espíritu Santo podemos vivir como verdaderos hijos de Dios y testigos de su amor en el mundo.
¡Feliz Fiesta de Pentecostés al mundo entero!
Colaboración: Mari Carmen Benítez Rincón. Ministerio de Comunicación.